Es un día de senderos, de cruzes bajo la luz del sol, respirando profundamente el aire, aquel olor a pasto que se filtra de los jardínes y se mezcla con el asfalto hirviente de la calle, aquel calor sofocante que encandila la piel con el leve roce del instante. Pasos van y vienen, y el bullicio de la gente sofocada por el tiempo llega a los oidos de un público espectador, de unos vigias que divisan desde sus balcones el ajetreo de la ciudad mientras saborean las últimas gotas de un café caliente, hipnotizados por el aroma hogareño de una cabaña, de los cafetales en la montaña y de la brisa del campo, de ese que se aleja en este momento del lugar.
Vuelve el ruido, y el silbido de los callejones se filtra en un eco fantasmagorico, interrumpido por los ladridos de una pelea entre un perro fortachón y un gato embustero. El parque se aglomerada rapidamente de niños embueltos en risas juguetonas, en conversaciones de un mundo ilusorio, un guitarrista ambulante toca una de esas sonatas que recuerda a tiempos viejos, a años perdidos en la nada. De repente una aglomeración de automoviles en el semaforo hace que todo se camufle en un bullicio estremecedor de bocinas asarozas, asi que una esquina más allá en un giro, aparecen los escaparates, aquellos atrayentes mundos a los cuales pertenecemos y aclamamos, los colores vibrantes de las telas, los opacos hechos de tierra trabajada, los maniquies envueltos en moda y el olor de un restaurante. Puertas de madera de esas antiguas se abren de par en par, unos músicos en vivo que añade a la sazón del chef el toque secreto para el paladar, un aguardiente, y un poco de ajiaco cierran bien el día. Interesante lo que hace la imaginación humana.
Vuelve el ruido, y el silbido de los callejones se filtra en un eco fantasmagorico, interrumpido por los ladridos de una pelea entre un perro fortachón y un gato embustero. El parque se aglomerada rapidamente de niños embueltos en risas juguetonas, en conversaciones de un mundo ilusorio, un guitarrista ambulante toca una de esas sonatas que recuerda a tiempos viejos, a años perdidos en la nada. De repente una aglomeración de automoviles en el semaforo hace que todo se camufle en un bullicio estremecedor de bocinas asarozas, asi que una esquina más allá en un giro, aparecen los escaparates, aquellos atrayentes mundos a los cuales pertenecemos y aclamamos, los colores vibrantes de las telas, los opacos hechos de tierra trabajada, los maniquies envueltos en moda y el olor de un restaurante. Puertas de madera de esas antiguas se abren de par en par, unos músicos en vivo que añade a la sazón del chef el toque secreto para el paladar, un aguardiente, y un poco de ajiaco cierran bien el día. Interesante lo que hace la imaginación humana.
Muy buena descripción de ese día. Ahí entra la mente de un escritor, lo que para otro sería un tumulto de gente y ruidos para ti es todo eso.
ResponderEliminarUn beso.
Me encantó.
ResponderEliminarY mira que si, hay muchos detalles en los que la gente no se fija, pero tú, describes todo, a la perfección.
Sigue coleccionando esos escaparates de la luna, te mereces muchos.
Un cuadro lleno de vida peculiar, de angulos diferentes desde los que mirar.
ResponderEliminarSimplemente, la vida es una obra de arte...Y tu has sabido cómo enlazarlos con una hoja y un poco de tinta...Genial!
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