Le diré Peter, porque me recuerda un montón al chico de traje verde, con pluma roja en su sombrero a juego con el resto de la vestimenta, que volaba hasta cierto país de nunca jamás. Aunque normalmente suela llamarlo con otro nombre, hoy se me hace que no es el mismo que conocí aquel día lluvioso de octubre.
Este de los ojos miel y barba incipiente, esta a unos centímetros de mi rostro, como en aquel café de mediados de septiembre. Sentí vértigo, y luego miedo, de ese que es predecedido por la falta de oxigenación en el cerebro, para finalizar en un terror, tan álgido, tan crudo y frágil que hacía tambalear mi corazón.
Con total delicadeza Peter estiró una de sus manos y tomo la mía. Con la que aún le quedaba libre envolvió mi mejilla. El silencio se ocupo con roces. Más ojalá pudiera leerme la mente, así en la mañana no se lastimaría.
Este de los ojos miel y barba incipiente, esta a unos centímetros de mi rostro, como en aquel café de mediados de septiembre. Sentí vértigo, y luego miedo, de ese que es predecedido por la falta de oxigenación en el cerebro, para finalizar en un terror, tan álgido, tan crudo y frágil que hacía tambalear mi corazón.
Con total delicadeza Peter estiró una de sus manos y tomo la mía. Con la que aún le quedaba libre envolvió mi mejilla. El silencio se ocupo con roces. Más ojalá pudiera leerme la mente, así en la mañana no se lastimaría.
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Escaparates de la luna